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Juramento en el Nevado del Ruíz

por Catalina Riveros Gomez

Incluso los seres que son montanos, rara vez peregrinan para acercarse un poco más a la nieve y al hielo, y mucho menos a un volcán activo, que exhala constantemente sus cenizas. Entre más elevada la altura, más básico se vuelve todo, más primordial. Todo lo cotidiano se convierte en algo que ya no se puede dar por sentado, desde el oxígeno, hasta poder caminar unos pocos pasos sin perder el aliento.  

 

Al mismo tiempo, la crudeza y belleza del paisaje, reconectan los sentidos, el espíritu, y el alma, con el suelo, las rocas y el viento. Se trata de un lugar que evoca el principio de los tiempos y que envuelve a quienes lo visita en emociones primigenias: sin límites, sin prejuicios, por fuera de toda lógica o racionalidad. 

 

Al iniciarse el ritual el frío se siente más intenso, pero si los visitantes siguen el consejo del hombre-guía-sabio y se despojan de los zapatos o la camiseta, la sensación amaina, mientras se intensifica la conexión con las energías de los ancestros y de la naturaleza. Luego, en una analogía con la tradición judeocristiana, cada uno de los visitantes se bautiza gritado su nombre frente a la montaña. Cada grito emana respeto, y el eco de la montaña lo repite como aceptando el pacto que se hace con ella en ese momento. 

 

El momento vivido transforma también la dinámica grupal. Tras esta experiencia ya no se es más una suma de individuos. Ante el nevado, en este espacio sagrado, con el sol sobre las cabezas y el volcán fluyendo bajo los pies, emerge un colectivo de seres que tras realizar un silencioso juramento, han quedado comprometidos a realizar siempre, con rectitud y ética, acciones que propendan por la construcción de una sociedad más sustentable. 

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